Suelta
Vivimos en un pueblo. Tenés que prestar atención: si el pibito te sale disparando, fijate, porque se puede caer en la zanja, te lo puede agarrar un perro o de un tropezón vuelve con una frutilla. Tampoco es que andan solos por ahí, no somos unos salvajes, los dejás que corran, pero tenés que mirar que no les pase nada, que no se vayan muy lejos. Estoy todo el día con el nene. Va un par de horas al maternal y después lo llevo al negocio. No me queda otra. Lo tengo encima desde que nació, de un lado cuelga él y del otro el bolsón. ¿Cómo no le sacaste los pañales en verano? Reprocha mi suegra. Claro, justo, temporada alta y yo con el pibe meado a cada rato. No se puede, señora.
Venimos a la ciudad cada mes por los turnos del hospital de Sergio. Aprovechamos el viaje para comprar mercadería. Me gustaría llevar más, pero viajamos en ómnibus y hay un límite. Hoy estuvimos en Once. El pibe berreaba y a mi marido se le ocurrió sacarlo del cochecito. Pobre, que camine un poco, dijo. Salió a toda máquina, la gente no lo veía, lo iban a terminar pisando o, peor, me lo iban a robar. Sergio trataba de seguirle el paso, pero con el tratamiento se cansa. Vi el colectivo que doblaba y el nene que casi llegaba al cordón y me abalancé entre los manteros. Dejé el bolso y el cochecito tirados en la vereda. Lo manoteé justo, en cámara lenta: el corazón en la boca, el bocinazo y el pibe alzado en el aire. Él lloraba y yo lo cagaba a gritos. En el medio, un vendedor ambulante me perseguía para que le pagara un juguete que, supuestamente, yo le había pateado en la corrida. Vi la escalera y fue la escapatoria: tomemos el subte. Até a mi hijo en el carrito, se dejó, estaba con el sollozo típico entre el berrinche y el sueño. Miré el mapa: bajamos en Pellegrini y hacemos combinación, ¿escuchaste? Sergio dijo que sí con cara de culo, encima el enojado era él. Nos apretamos para subir, Sergio primero, yo entré el cochecito atrás de él. Me tocaba a mí, pero me dio la sensación de que se me había caído algo en el andén. Reculé, miré el suelo, no había nada. Cuando me volví a incorporar, las puertas del vagón se me cerraron en la cara. Quedé abajo. Hice un círculo en el aire: me tomo el que viene atrás. Sergio se mordió el labio: qué pelotuda.
Los vi alejarse y se me escapó un suspiro de alivio. Estaba sola, sin celular y con los brazos libres por primera vez en años. Respiré hondo y el olor a hollín y a mugre del subte tuvieron gusto a siesta, a tintorería de infancia, a cosa mía.
sin título