Escribir
Mi abuela escribía al tacto. Gracias a eso consiguió trabajo en una oficina a los dieciséis años, cuando murió el padre. Estudiar era una paquetería que a ella no le tocaba. La amargura por dejar el secundario le duró toda la vida. Creo que fue la única razón por la que la vi llorar.
Me mostró su destreza: miraba para cualquier lado, incluso cerraba los ojos o ponía la vista fija en el libro que copiaba y, al mismo tiempo, desconectados del resto de su cuerpo, los dedos volaban sobre la máquina de escribir. Sabía cuántos caracteres tipeaba por minuto y entrenaba para bajar el tiempo. Cuando sacaba la hoja de la máquina me la mostraba y para mí era magia. Ese ruido a metralleta se volvía limpio en el papel y se transformaba en palabras.
No le consultó a mamá. Lo hizo a escondidas y yo le seguí la corriente sin chistar. Me tocaba y punto, no había nada que decidir. Tenía unos once o doce años cuando la abuela me llevó a las Academias Pitman. Me tomaron las medidas de las manos: el largo de los dedos, la separación máxima entre una falange y la otra. Tenía las uñas comidas y me dio vergüenza que me las miraran tanto. Sé que a la abuela también le dieron vergüenza mis uñas de nena. Mis manos eran demasiado chicas, pero ella insistió. Pagó el curso completo. Tenía que ser ya, tenía que ganarle a alguien, hacerlo primero, no había tiempo que perder. La primera clase me esperó en el hall y cada tanto espiaba.
Hasta el día de hoy, si pienso en cualquier oficina, me viene la cara de la abuela y los olores de aquella aula: la cera del piso, la tinta, el gas quemado en las estufas de pantalla. Era mi primera tarea adulta, el primer saber serio. Tecleaba con fuerza y quería hacerlo rápido, pero había que aprender dónde estaban las letras: a s d f g espacio ñ l k j h espacio. Fue lo más cerca que estuve de un piano, de la teoría y del solfeo: q w e r t espacio p o i u y espacio. Inauguré mi currículum con el título de dactilógrafa, pero nunca pisé una oficina. Algo tenía que hacer con esta herencia de escribir con los diez dedos sin mirar el teclado.