Pantalón de gimnasia
Dos veces por semana tienen educación física. La currícula de las otras materias no se altera, no hay nada especial, salvo la ropa: cursan informales, cómodos y en zapatillas. Se visten de azul, iguales sin la distinción de las polleras. Y, a pesar de estar más uniformados que nunca, en un punto el grupo se divide: las chicas para un lado, los varones para otro.
Lorena ansía esos martes y viernes. A los pocos minutos de cualquier actividad se pone a boquear o la golpea alguna pelota. Queda claro que su interés no está motivado por el deporte. Lo que quiere es la jornada de clase con ropa blanda. La culpa de todo la tiene el pantalón de gimnasia de Luis: a diferencia de los demás, él se deja suelto ahí y el bamboleo la obliga a adivinar algo vivo y carnoso. Lorena espera con ardor el instante en el que su compañero pase al frente a dar lección, que camine al escritorio para entregar un examen o que por fin suene el timbre del recreo, así puede ver los tumbos de su salida al patio.
Él nota las miradas y, una mañana que están subiendo en malón al laboratorio de química, se le acerca. Ella, a propósito, detiene el paso y quedan encimados. Perdón; no, no pasa nada, se dicen fingiendo accidente. Pero en ese segundo aprovechan para olerse y ella está segura de haber sentido una presión tibia y tenaz a la altura de la cadera.
Se le anuda el estómago, tiene las mejillas hirviendo, se va de la fila y se esconde en la capilla del colegio, siempre desierta. Se llena la cabeza de palabras que, repetidas de memoria, le llegan vacías: reza. De pronto se da cuenta de que está mirando con fijación el paño que cubre las partes íntimas del crucificado. Vergüenza. Corre a donde está el órgano y más arriba traspasa una puertita. A pesar de la mugre, las plumas y la mierda de paloma, se cree a salvo y se recuesta en el suelo. Descubre las campanas, no hay escapatoria, los badajos rígidos con sus puntas abombadas penden bajo las polleras de metal. Lorena se estremece cuando empiezan a repicar.