Infusión
Abrís los ojos antes de que suene el despertador. Te alegra, sentís que le ganaste al reloj y a todos los que en la ciudad siguen durmiendo. Manga de vagos. Te condecorás por el madrugón aunque no lo necesites para nada. Sabés una sola forma de arrancar y la repetís exacta día a día: gotas en los ojos, pis, lavaje de dientes, ducha, ropa, desayuno. Tenés hambre, pero no terminás la tostada para medir cuán fuerte es tu voluntad. Ponés agua a calentar. Te gusta pasar el día con infusiones. Tomar un té es un quehacer y siempre tenés que estar haciendo algo. Todavía no clareó y vos, “en sus marcas, listos, ya”. ¿Para qué?
Abrís alacenas y placares. Todo tiene que estar rigurosamente clasificado. Creés que existe la perfección. Es tu Dios huidizo, tu aspiración, tu horizonte. Vas a poner el grito en el cielo si encontrás algo fuera de lugar. Aunque en secreto deseás que aparezca un descuido. Lo corregirías con vehemencia, podrías demostrar que no se te escapa nada, que tenés la sartén por el mango, el toro por las astas, que las cosas no te dan lo mismo.
Abrís el cajón de los juegos de mesa. Sentís desprecio. Te parecen una pérdida de tiempo. Vos no sabés jugar ni siquiera al solitario. Contás los naipes. Bien, el mazo está completo. Separás los palos y ordenás cada uno de menor a mayor. Les sonreís a los reyes, los tomás por colegas.
El silencio se raja por la fuga de vapor de la pava. El agua hierve y el chiflido se hace cada vez más estridente. De improvisto recordás el silbato de los trenes de la infancia, cuando vivían cerca de la estación: hacías correr autitos por la alfombra, los arabescos eran las pistas de carrera y los ruidos externos le daban música a tu ciudad imaginaria. Mirás tu alfombra de hoy. Es impecable, te parece sosa. Le encontrás un hilito suelto y te ponés a tirar. Se tensa, hace un chasquido seco y cede. Te vas quedando con la alfombra en la mano, perdés el control, se te desteje la trama, se te enmaraña.