El olor
Había amanecido con una humedad concentrada y pastosa que traía las pestilencias del matadero a nuestro barrio. Quedamos untados con un tufo repugnante. Traté de no sentirlo, de mantenerme ajena, hasta que la curiosidad o el morbo me ganaron: lo dejé entrar por las fosas abiertas y lo terminé paladeando. Era sebo, decían, pero las explicaciones no lograban disolver ese olor a cuerpo, casi genital, similar al del puerto pero más oscuro y denso. No era justo que a Celeste le tocara morir ese día.
Venía mal, ya lo sabíamos. Las monjas nos hacían rezar para que ocurriera un milagro. No nos servía de consuelo, si estábamos en etapa de pedir milagros, significaba lo peor. Nos dieron la noticia en el aula, nos dejaron llorar un rato y nos hicieron salir antes. El mundo de afuera seguía su curso sin alteraciones, excepto por ese olor vergonzante que nos envolvía a todos.
Esa noche la velamos en el colegio. Nos hicieron ir con el jumper y los zapatos lustrados y armar un cordón para organizar a chusmas y sufrientes. Celeste, en el cajón, también vestía el uniforme. Nuestros padres se descomponían al verla. A nosotras nos transpiraban las manos, cada tanto nos soltábamos, nos secábamos en la ropa y nos volvíamos a agarrar. Hacía más de un mes que no me permitían verla. Y ahora la encontraba tan cambiada que tuve que mirarla mucho para reconocerla y para creer que de verdad esa muñeca rígida era mi compañera. La fetidez del matadero se peleaba con el perfume enviciando de las flores. Costaba recordar que el primer olor venía de afuera, que no lo generaba Celeste.
No puedo acordarme de su cara. Se me borraron las dos, la viva y la muerta. Compongo un retrato forzado con retazos, con gestos congelados en fotos. Lo que me viene a la cabeza, aunque no quiera, es la humedad y ese olor que nos despertó el día de su velorio.