Pulseada
Una tipa habla en la ventanilla de la calesita. A ver si aceleramos, que no es un confesionario, pienso para mis adentros con cara de fastidio. Escucho algunas palabras: morgue, fuga, tragedia, asueto por duelo. Cuando por fin se va, pregunto qué pasó, mataron a una maestra de acá enfrente, me dice y yo, con la anestesia de la ciudad en las venas, me limito a un mirá vos y, sin dilación, pido tres vueltas, pago y me siento a ver girar a mi niña al ritmo de los diminutivos pegajosos que voy a repetir todo el día como en un ataque de acidez.
Diez días después, entre música y publicidades radiales, escucho que mencionan a la maestra de Flores atropellada. Resucita de pronto el recuerdo diluido de la plaza. Tiene que ser la misma. Que sea “la” maestra y no “una” maestra evidencia que se trata de una noticia machacada, llena de sobreentendidos que yo me pierdo por no ver televisión y por abstenerme de la prensa policial.
Pesco en Internet. Maestra Flores, escribo y todo lo que sale tiene que ver con ella: hoy es la única maestra del barrio. Aparece la foto de una mujer que sonríe con hoyuelos y achina los ojos, frunce la cara completa para entregarse a la mueca feliz. Reconozco la expresión de inmediato, hace casi treinta años yo me esmeraba por imitar su gesto de alegría. Es mi maestra de preescolar la que reencuentro en estas condiciones. “Mi” maestra.
Presa del automatismo tecnológico le doy play a un video mudo y en blanco y negro que ilustra la nota. En un minuto y pico, desde distintos ángulos y distancias que captaron las cámaras de la calle, se repite el impacto bestial del auto contra ella. Una y otra vez, la veo morir.
Hay algo obsceno en la contemplación. Me disculpo, me horrorizo. Toco la pantalla y detengo el accidente antes de que se vuelva a reproducir. Lloro, es la impotencia: mi dedo en pausa no puede salvarla. Pierdo la pulseada contra un dedo inexorable que la arroja como a una muñeca por la pendiente, que la empuja hacia su destino fatal.