Ciudades
Limpiaparabrisas a toda máquina. Frenada chirriante, vidrios por el suelo, puteada, se bajan, se mojan, se empujan, se amenazan, se putean, cambian los datos del seguro, vuelven a subir a los autos y otra vez son desconocidos. Semáforo intermitente, el reloj bombea en las sienes. El colectivo muerde el cordón de la vereda y se manda. La moto del reparto resbala, la comida queda desparramada en el pavimento. Sirenas. Alguien se persigna. Bombos, bocinas, banderas, un petardo, cánticos que suenan a protesta o a festejo futbolero. Cambio, dólares, euros, reales, cambio. Martillo neumático, no te escucho, letreros de hombres trabajando, ruido a máquinas destruyendo. El ladrón se hunde en la marea de zapatos que van y vienen. Contenedores de basura putrefacta y ratas. Pasan papeles de mano en mano, tapizan la calle: pizza, atención psicológica, depilación, apoyo escolar, taxi, puta. Ofertas, venta ambulante, compre, aproveche, para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Una moneda, por el amor de dios, para remedios, para la leche, para la birra. Una pelota se va debajo del tránsito. Doble fila de autos frente al colegio. Estacionamiento contravencional pero, qué atentos, a todos les titilan las balizas como a árboles de navidad.
Y en medio del caos hay una ciudad en la que impera el silencio. Es tranquila, sin tiempo, se llega a escuchar el viento entre los árboles, los aleteos frenéticos de las palomas que se aparean, un llanto nuevo o un rezo acostumbrado. No hay peligro, está todo ordenado, clasificado con una señalética mezquina y eficaz: nombres, fechas de principio y de fin. Hay placas, flores marchitas y las de plástico que se llenan de tierra. Ornamento para el rico, discreción para el pobre, pero el mismo relleno en todas las cajas de un mundo paralelo en donde ya no se respira.