Trío
Soy una boluda, tendría que haber tomado un remís en la puerta del centro de jubilados y sanseacabó. Por andar pichuleando los viáticos ahora me voy a perder lo de la sociedad de fomento. ¿Y a quién le alcanza la guita con una sola presentación? Disculpe que la moleste, me dice un tipo y se me sienta al lado. Tengo ganas de decirle que no lo disculpo nada, que por qué no se sienta en otra parte. Pero me doy cuenta de que estamos en la misma. El andén está desierto y nosotros, con esta ropa del siglo pasado, parecemos fantasmas. Tiene el pelo brillante peinado a la cachetada y un traje bordó. Viene con el escenario puesto, es obvio. ¿Quién usa un traje bordó en la vida real? Además lo delata el estuche rígido del instrumento. ¿Qué será? Muy cuadrado para guitarra y muy chico para bandoneón. Me agarro una punta del vestido. Tango, le digo. Él sonríe, pero me hace que no, que lo suyo es otra cosa. Le digo que canto en un rato, que se me hace tarde. Él ya terminó y quiere acompañarme. ¿Por qué no? Tiene una belleza rara. Viajamos casi encimados en el vagón vacío y siento la vibración de la carne con el traqueteo. Podría besarlo ahora mismo.
Nadie nota mi demora. Los mismos tangos de siempre hoy no me salen gastados. Estoy alegre, pero el que toma es él, me levanta la copa desde su silla y yo digo chin-chin al micrófono. Nos vamos juntos a su casa. Apenas cierra la puerta me le tiro encima, lo muerdo, lo huelo, le empiezo a desabrochar la camisa y la bragueta. Tenés que ver mi espectáculo, me dice y yo creo que me habla en doble sentido y le busco el bulto con la mano. Abre el estuche y en lugar de un instrumento saca un muñeco vestido exactamente igual a él, con los párpados y la mandíbula móviles, los pómulos rosados, la sonrisa petrificada, pelo natural y pestañas. Me habla a dos voces: el hombre es tímido, el muñeco es ronco, ceceoso y soez. Me saco la ropa y me dispongo a que me besen ambos. En un momento, seguimos solos y el muñeco se nos queda mirando con la boca entreabierta.