Espejo
¿Son mellizas?, les preguntan apenas las ven vestidas iguales y ellas dicen que sí, gemelas. Es instantáneo que alguien quiera saber la diferencia entre mellizos y gemelos. Esperarán que les contesten que unos tienen el mismo color de pelo y los otros no, o chucherías por el estilo. Pero estas nenas de seis años, que seguro no saben cómo viene la gente al mundo, se embarcan en una explicación que incluye las palabras bolsa, óvulo y espermatozoide. Lo dicen en piloto automático, repiten, no se les mueve un músculo, pero los adultos que las escuchan quedan un poco asustados. Querían las chucherías, nomás, muchas gracias.
Chicos y grandes las rodean. Las hacen parar espalda con espalda, les miden la estatura, les calculan el peso, las ponen de frente y empiezan con el pin-pon visual. Pelo, pelo, boca, boca, dientes, dientes, ojos, ojos, nariz, nariz, lunar, lunar. Juegan a descubrirles las siete diferencias y ellas se quedan quietas y sonríen como en las fotos, se dejan mirar, están acostumbradas. Acaparan la atención y relegan al cancherito de turno a un costado, muerto de bronca. Disfrutan de sus cinco minutos de fama. El problema es que pronto llegan los veredictos. Por un milímetro una será la petisa o la alta, la gorda o la flaca, la narigona o la respingona. Por una sonrisa antes de tiempo queda separada la simpática de la amarga. Y así con todo. En la igualdad que festejaban, ahora descubren la inversión, el opuesto.
Agotadas de las definiciones, tienen un plan. ¿Son mellizas?, les preguntan y ellas dicen que no, trillizas, pero que la tercera se murió. La inventan, le sacan el cuero juntas, la convierten en lo que ellas no quieren ser, le ponen Cecilia de nombre, la lloran y hasta se sienten culpables por hacerla morir. Pero la mención de la desgracia distrae las comparaciones y se ilusionan con ser dos ante los ojos de los otros y nunca más una sola frente al espejo.