El cordero
Papá entra silbando. ¿Y a este qué le picó?, me pregunta su mujer, yo levanto los hombros. Se acerca a darme un beso y termina manoteando la pared para no caerse. Tiene olor a botiquín y la transpiración agria. Estuviste tomando, acusa ella. Es sábado, no me hinchés las pelotas. Se va al auto y viene con algo grande en los brazos, parece un chico dormido, envuelto en trapos. Lo pone arriba de la mesa. ¿Qué tul?, alardea, me lo gané a las cartas. La mujer lo descubre y a mí se me escapa el susto: está despellejado pero todavía distingo la cabeza y las patas. Papá le dice a la mujer que convide a su familia, con eso la afloja. Todos contentos, yo no.
Al día siguiente el bicho crudo está crucificado en el fondo. Papá domina el cuchillo y la fogata. Los parientes de ella no son tantos, pero no sé quién es quién, estoy perdida entre lazos de sangre y compadres y comadres. Pongo cara de buena. Qué rica, dicen y me enchufan a los pendejos para que les haga de niñera. Un pibe de mi edad se queda con los adultos y hasta lo dejan tomar cerveza.
El que corra más lejos gana, digo y por fin me los saco de encima. El más chico también se manda, se tropieza y se da la cabeza contra un cantero. El llanto es inmediato y estridente. Lo levanto, pero la madre me lo arrebata. ¿Qué le hiciste?, me tira la bronca y yo, en lugar de defenderme, quedo balbuceando. Mi papá avisa que está la comida. Me sientan el nene caído a upa y me obligan a mantenerlo despierto. Lo sostengo de los costados y cuando le da hipo puedo palparle las costillas. Los demás comen, apenas usan los cubiertos, agarran los pedazos con la mano, los chupan, les desgarran la carne y apilan los huesos blancos en una fuente. Las bocas de todos brillan con la grasa y las voces se les deforman en carcajada.