Cuerpo
La vieja de la cama vecina está perdida. Dice algunas frases inconexas y de a ratos tiene susto en los ojos y mira algo en la habitación que sólo ella ve. Abro la ventana, tal vez el aire de afuera le saque el miedo. Se calma y yo también me tranquilizo. Salvo por esos ratos en los que se queja bajito, casi en un llanto, está ida; sedada, creo. Buenas noches, cómo le va, le digo a los parientes que vienen a darle de comer y trato de que la conversación nunca exceda las fórmulas, no quiero amigos de la desgracia. A mi tía no le traen bandeja, ella no come. La alimentan por la nariz y por las venas y nosotros nos turnamos sólo para estar en esta silla a los pies de su cama, día o noche, ya no importa, el hospital nos desbarató el sentido del tiempo. Me escapo de la habitación cuando come la otra. No quiero verla mascullar la comida ensopada ni escuchar los eructos ni las toses cuando se atraganta. Salgo a fumar, digo y no fumo pero aprovecho la excusa para estar afuera hasta que la culpa me haga volver.
Cuando no quedan parientes, bajo las luces, me acerco a la tía y le doy un beso en la mejilla. Es lo mismo que habérselo dado a las sábanas, será por la asepsia y por el olor a remedio, pero no siento nada. Igual imposto el afecto y le canto la canción que ella solía cantarme. La vieja de al lado gira en su cama. Se le abre completo el camisón y en la semipenumbra le veo la panza, las nalgas, las tetas. Es toda una masa blanda, ininteligible. Se mueve y yo adivino los huesos adentro de la carne que responde temblorosa. Sueña y suspira y se lleva una mano al pubis. La miro. Se toca lánguida, distraída, un largo rato, por fin sonríe y suspira demasiado fuerte. Juraría que es su final.