Verdad
No ibas a decir nada. Qué te costaba cerrar la boca si a cambio ibas a tener lo que querías. Porque era esto lo que querías, ¿no? Llegaste a casa con un nudo en la garganta. De la emoción, pensabas, y con esa idea te permitiste llorar. Ante el espejo justificabas que era por la alegría, pero el llanto te atacaba con espasmos. Lo sabés bien, la emoción se aquieta, se hace parte de la rutina, se opaca. Pero el tiempo fue pasando y todavía sentís la presión en el pecho. Está ahí: no lo largás y el secreto guardado hace bulto y te da arcadas. Tenías las mejores intenciones, claro, querías una familia propia, una vida tranquila, te habías hecho ilusiones, pensaste que era fácil borrar los detalles oscuros. Pero no, no podés olvidar, a cada rato vuelven tus fantasmas. Las sutilezas del pasado crecen, se te hacen monstruosas.
Viviste siempre con miedo de que un día la confesión se te escapara sin aviso, como la tos o una puteada. Te inventaste historias para dejar sepultado lo que juraste callar. El secreto, entonces, se te entretejió en una maraña de pequeñas mentiras que te gustaría por fin creer. Darías cualquier cosa por engañarte con el mismo cuento que armaste para los otros. Querés que exista la magia de las películas: meterías tus palabras mudas en un cofre, le darías mil vueltas a la cerradura, lo hundirías en el fondo del mar y te tragarías la llave.