La suerte
Él pensaba que era noche cerrada, que llegaría cuando la familia estuviera dormida, que habría tiempo para componerse una expresión digna en la cara, para inventar pretextos, para aliviar el ardor en el estómago y el aliento feroz. Pero no, cuando sale lo cachetea el día. No hay duda, ya es una luz cálida, no puede ni refugiarse en las ambigüedades del amanecer. Camina rápido, con más ganas de desandarse que de avanzar. Quiere volver al punto de partida: cuando apenas se había sacado la chaqueta de mozo y se ponía la campera de cuero. Quién lo mandó a mezclarse con el fragor de los turistas por la peatonal. No era calle para él, él tenía que volver a casa, sin dudas y sin ilusiones.
Al entrar al casino se prometió que sólo se jugaría las propinas, pero la fortuna fue obscena, lo calentaba. Ganó una y otra vez. Empezaron a vitorearlo, era un espectáculo verlo apostar. Una gata vieja lo alentaba y él le pagaba los elogios con fichas. Se sentía un gran señor. Hasta había llegado a olvidarse del olor a cocina que tenía impregnado en el pelo y empuñaba una copa de champagne, cortesía de la casa. En algún momento las cosas se torcieron, los números lo traicionaron, las pilas de colores se fueron con otros, la gata también. No podía ser, en un segundo le arrebataban la noche. Vació su billetera, estaba seguro de que podría revertir el mal trago. No hubo caso. Acudió a la cuenta, perdió todo, firmó un pacto con un usurero y empeñó el reloj del padre. Terminó transpirado y pobre. Unos borrachos con suerte se burlaron y se armó camorra. Estaba en perdedor, entonces no dudaron en echarlo a la calle. Era una rata.
Ahora camina con las manos en los bolsillos vacíos. Las uñas nerviosas friccionan la costura hasta que se rompe la tela. Se palpa las piernas tibias con las manos heladas. Es la serpiente que se traga la cola. Quiere entrar en sus bolsillos, meterse entero, manos, brazos, torso, cabeza, piernas y, por fin, desaparecer.