Día de pesca
Dale, ¿qué vamos a hacer con los chicos metidos en el departamento todo el día?, arengó aun en pijama. Se le había ocurrido un pic-nic de película importada, pura armonía y felicidad. Por azar o por error se había topado con el aviso turístico de un pueblo de la provincia. Le habrá prendido mientras dormía, porque se despertó empecinada en llevarlos de pesca. Sí, ella misma, la que era incapaz de tocar carne cruda sin guantes, la que no se metía al agua por temor a que la rozara algún otro ser viviente, justo ella, que contenía la respiración de asco si es que pasaban por un puerto pesquero.
Los chicos corrieron a prepararse, no fuera que los padres se arrepintiesen. El marido también la siguió, tenía pocas ganas de manejar, pero menos ganas aún de pensar otras opciones.
El color verde militar que ella eligió para vestirse no habría tenido mayor significado un día cualquiera, pero hoy, combinado con su flamante idea de vida silvestre, le daba aspecto de exploradora, de Indiana Jones, de la aventura del hombre. Te olvidás el sombrero y los binoculares, dijo él con claro fastidio. Pronto estuvieron montados en la autopista. Salían de pesca sin cañas, ni mediomundo, ni carnada, ni nada.
Los chicos se pelearon en el camino. Los adultos no porque hablaron poco. Llegaron muertos de hambre, listos para atacar las fumarolas de los puestos de choripán. El gentío de turistas con canastas equivalía al tumulto de vendedores ambulantes: barriletes, pochocho, burbujas, helados, golosinas. Por fin consiguieron quien les vendiera unas cañitas precarias con las que probar suerte en el arroyo. Las lombrices se movían cuando el marido les hincó los ínfimos anzuelos. Ella miró para otro lado evitando la náusea. Los chicos están felices, pensó, es lo que cuenta. La enorgullecía el rol de abnegada y desde ese altar de la Santa Madre miraba a sus hijos tensos de expectativa. El marido le dio el cuchillo. Fue idea tuya, le dijo, del resto te ocupás vos.