Lagartija
Acaban de irse. Por fin respiro. Me la pasé poniendo una sonrisa dura, tengo contracturada la cara. Llené silencios con chismes de poca monta, deplorable, hasta creo que comenté el noticiero. Serví más de esto y de lo otro y exhumé fotos viejas para pasar el rato. Fingí que encontraba a la tía estupenda, que no había de qué preocuparse. Nadie nombró las palabras “cáncer” ni “lengua”. Hablé mucho, demasiado, todo yo. En vano. La prima Zule me seguía la corriente y se atiborraba de masas. De su lado quedó un reguero de migas. El lugar de la tía, en cambio, parece haber estado vacío: impecable, la taza llena, el té ya frío. Y eso que a cada rato se la llevaba a los labios, pobre, pura mímica.
Me recuesto en el sillón. La culpa y la memoria me juegan una mala pasada. Aparece mi infancia en el patio de la tía, las plantas que acolchonaban la medianera vecina y las lagartijas. Son monstruos, decía Zule, ¿ves? cocodrilos miniatura con cabeza de víbora. Apenas los adultos entraban, me incitaba a que les acertáramos un piedrazo. Se nos escapaban con gracia ondulante, se burlaban de la gravedad. Fue mi piedra filosa la que impactó contra una de ellas. La lagartija se fugó sin cola y la cola suelta cayó al suelo, se retorcía, saltaba y embestía a ciegas. Aunque descerebrada, estaba nerviosa, viva.
Siento náuseas. Abro las ventanas, sacudo el mantel, pongo música. Quiero que se vaya ese olor a colonia de señora que dejaron impregnado en el aire. No logro borrarme el sonido idiota y gutural que a la tía le salió de la garganta cuando trató de despedirse. Se le llenaron los ojos de lágrimas y a mí de espanto. Me dejaba adivinar su lengua mutilada.