Símbolo de la paz
Juegan a la veterinaria. Después de extirparles patas y alas a algunos insectos y de cortar una lombriz en porciones, salen a buscar nuevos pacientes entre la pinocha. Se dividen el terreno por la mitad y empiezan el sondeo. Hermana Mayor desaparece y al rato Hermana Menor nota un movimiento y llama a los gritos.
Mayor tarda en llegar. Por fin esconde el susto y aparece corriendo con cara de ambulancia. La paloma es oscura, tiene un ala abierta, no la repliega ni le sirve para largarse a volar. Las nenas la llevan hasta la casa. La mesada del lavadero se vuelve quirófano. Le ponen el ala rota en la posición que suponen correcta, la llenan de vendas, de tela adhesiva y la abrigan con un trapo de piso. Ambas se sienten orgullosas, salvadoras, altruistas.
Los párpados de la paloma son telas grises, fantasmas que de un latido apenas perceptible barren y vuelven a dejar al descubierto esas lentejuelas chatas adheridas a la cabeza. Tiene un ojo en cada perfil, como los peces. Probablemente con uno las está mirando y con el otro registra si hay algo para picotear. Mayor se estremece, se da cuenta de que la paloma habrá visto todo: a Menor revolviendo entre las hojas caídas y, del otro lado y al mismo tiempo, la habrá visto a ella trepada al árbol desde donde hizo puntería y acertó el piedrazo. Se pone a rezar un pésame en voz alta. Menor le dice que esa oración no funciona para pedir por la enferma y le cambia el repertorio por padrenuestros y avemarías.
A la noche el pardo símbolo de la paz está desvaído, de a ratos se desmaya o se muere. Las chicas acuden al padre, le piden que lleve el pájaro a la veterinaria y el hombre promete. A la mañana siguiente se levantan para verlo partir con una caja de cartón en la que ellas dibujaron una cruz roja. Apenas el padre se sale del radio en el que suelen circular sus hijas, tira la caja en un contenedor de basura de la calle, sin siquiera espiar en su interior.