Pronóstico
Es un día quieto que se asienta sobre las superficies. Nos pesa. Tenemos la ropa pegoteada y nos cuesta respirar. Se hace de noche, subimos a la terraza por algo de fresco, qué inútil, las baldosas se guardaron el sol y ahora lo irradian a oscuras: nos cocinamos. Se me ocurre que esto va a ser así para siempre y me desespero. Mastico hielo. Me echa una mirada filosa. Apuesto a que le molesta el ruido quebrado entre mis dientes. Pero no dice nada y yo sigo. No le alcanza el ánimo para el reproche ni a mí para la concesión.
Las plantas languidecen. Si no estuviera tan mustia como ellas, conectaría la manguera o traería, al menos, un cacharro con agua. Hay que regar, digo. Me escucha pero se queda callado. Odia que enuncie las tareas haciéndome la desentendida, puede retrucar un imperativo, pero no se banca la mosquita muerta del impersonal. Le busco pelea: hay que regar, insisto. Él se aclara la garganta y emboca el gargajo directo en una maceta. Hay que regar, me contesta con cara de “ahí tenés”.
De pronto un empujón de aire tibio se nos viene encima. ¿Sentiste? Hago que sí con la cabeza. En un rato se multiplica por todos lados. Parecen pájaros invisibles y enormes que aletean a nuestro alrededor. Son ráfagas escurridizas que no se ponen de acuerdo en qué dirección correr. Algunas basuritas del suelo se arremolinan en los rincones. El ambiente se acelera, se vuelve más liviano y hasta se enfría. Nos reímos. Esto no estaba pronosticado. Me abraza, tengo un nudo en la garganta. Va a llover, dice. Hay que descolgar la ropa, pienso, pero no digo nada. Nos acostamos en el piso, está sucio, qué importa. Miramos el cielo que la tormenta puso blanco. Vamos a ser testigos de las primeras gotas. Nos vamos a mojar. Me apena que esto no pueda durar para siempre, respiro hondo así se me mete adentro de la memoria y a él le aprieto fuerte la mano.