Lo que el pito vale
La profesora de educación física se jacta de usar el mismo silbato que los policías. Lo apoda “reglamentario”. Sopla con todo el cuerpo. A contraluz veo partículas de su saliva que se pulverizan a través de la ranura por la que sale el ruido. Así nos obliga a reunirnos y a callar. A quien no acate con urgencia le impondrá un castigo: correr durante toda la clase al rayo del sol o hacer abdominales infinitas. La vez que me tocó a mí, terminé vomitando. Das vergüenza ajena, mantequita, me dijo y me mandó a buscar un trapo. Salvo por esas pocas palabras, su lenguaje se limita a pitidos y gestos de manos.
Señala a dos compañeras, siempre a las mismas, las vuelve capitanas de cuadros rivales. Cada una tiene que elegir su equipo. Se juegan el pan, queso, pan, queso, para ver cuál empieza. La profesora se regodea como si estuviera presenciando la selección natural de las especies. Sonríe y eventualmente abuchea o aplaude.
Las más competitivas están alertas, miran fijo, meten presión y al mismo tiempo suplican. Apenas pasan del otro lado, cejas y bocas se les tuercen de burla. Nosotras fingimos que nada nos importa y ponemos la expresión pasiva del ganado que, haga lo que haga, igual va al muere. No tengo ganas de jugar, le tengo miedo a la pelota y si se me viene encima tiendo a esquivarla. Pero de todos modos me humilla que me sopesen y me descarten las que afuera de la cancha son mis amigas. Finjo que me desperezo para levantar los brazos: estoy acá. No hay caso.
Sobramos tres. La profesora remata. Una para cada lado y a mí me señala el banquillo de árbitro. Se descuelga el reglamentario y me lo ofrece. Hacé justicia, piba, me atiza el ánimo. Por un instante pienso en vengarme de las que no me eligieron y de las que miraron con sorna. La fantasía dura hasta que tengo el silbato en la mano. Me da asco ese pequeño poder babeado. Se lo devuelvo. No quiero, le digo y, mártir, me preparo para la represalia.